Tiene la memoria infinidad de puertas que creemos cerradas para siempre. Tras ellas alcanzamos a suponer que se esconden datos irrelevantes que por su naturaleza no merecen estar en primera línea, o recuerdos dolorosos que, siendo aquélla selectiva, tiende a enmohecer como medida de protección.Sin embargo, en ocasiones aparece un resquicio en el que no habíamos reparado. Basta asomarse y soplar un poco para que el milagro se produzca y se nos revele con toda nitidez ese archivo que creíamos perdido.
Algo así debió de ocurrirme hace un par de días cuando, apenas recién despertado, y sin un suceso previo cuya afinidad lo justificara, recordé un corto que vi en televisión hará no menos de cuarenta años. Naturalmente, los detalles se han perdido para siempre, no recuerdo si era español, americano, italiano, ni tampoco el nombre del director ni el de los actores. Que eran sólo dos, y a los que llamaré Juan y María.
Es un matrimonio joven y enamorado que ocupa una humilde vivienda de alquiler en una ciudad deprimida por la posguerra. Quizá a principios de los cincuenta. Hoy se cumple el primer aniversario de su boda y María se levanta, como cada mañana, media hora antes que su marido, se asea, rápida y diligente, se recoge en un moño, con movimientos resueltos y bien aprendidos, su espléndida y larguísima cabellera morena, de la que se siente secretamente orgullosa, y corre a preparar un trozo de pan con aceite y un brebaje parecido a café para que su Juan no se vaya a trabajar con el estómago vacío. Durante el parco desayuno se felicitan con los ojos, con la sonrisa, con las manos. Princesa, todo esto pasará, yo me encargaré de que no te falte de nada, yo... Ella le tapa la boca con un beso y le quita con gesto mecánico una mota inexistente en la solapa. Entonces se da cuenta de que Juan se ha puesto el reloj de pulsera. El reloj de oro que heredó de su padre, su único patrimonio. ¿Cómo es que te lo pones? Mira que se te va a perder, con lo desgastada que tienes la correa, anda, trae. No, María, no, déjame que lo lleve en un día como hoy, como un señor, igual que hace un año. Ella accede, vuelve a besarle y le despide en la puerta. Juan se vuelve un instante para deshacerle el moño, y acaricia una vez más su cabello mientras se va desmadejando. ¿Te he dicho alguna vez que tienes un pelo precioso? Anda, tonto, vete ya, que vas a llegar tarde.
Pasan las horas, lentas, tristes, grises en las que cada uno repasa el año vivido. Las cosas no están saliendo como queríamos. Tienen muchas razones para hablar de miseria, de precariedad, de equilibrios imposibles, pero no se acuerdan, no quieren acordarse porque los sueños se lo impiden. Nos iremos de esta casa y tendremos otra, exterior, con dos habitaciones, donde no pasaremos frío en invierno, y compraremos muebles, e iremos al teatro.
Juan vuelve a las ocho de la tarde. Exultante de alegría, recompone el nudo de la corbata y llama a la puerta. Cuando María le abre, se le borra la sonrisa, enmudece, se le cae el mundo. Ella lo abraza, los ojos llenos de lágrimas, feliz. Le besa en los labios una y otra vez. Juan mira a su esposa incrédulo, atónito, sin querer reconocerla. Pero ¿qué has hecho, mujer? ¿Qué has hecho con tu pelo? María se seca las lágrimas y corre al cajón de la mesa, saca un paquete envuelto y se lo ofrece. Cariño, lo he vendido, no importa, ya crecerá, ¡anda, ábrelo, ábrelo! Juan abre el paquete muy despacio y descubre una preciosa pulsera para su reloj. La sostiene, con la mirada perdida, impávido, mudo. ¿Es que no te gusta?, apenas un hilo de voz. El hombre se limita a sacar lentamente una cajita con un lazo que guarda en el bolsillo. La pone sobre la mesa y se deja caer en una silla. María la abre: dos pasadores de oro para su pelo. Luego, clava sus ojos en las muñecas desnudas de Juan.
Ah, esas viejas historias de amor...