lunes, 16 de noviembre de 2009

Don Francisco

Ciento tres años son muchos, don Francisco. O no. Todo depende del corazón y de la cabeza que los haya vivido. Y mucho me temo que en su caso, la cuenta convencional no sirve para medir la vida de usted.
Pero yo no quiero hablar de su vida, don Francisco. Yo quiero hablar de su muerte, o, mejor, de su asombroso saber morir. Usted dejó el desayuno a medias, se retiró la mascarilla de oxígeno que se había colocado apenas media hora antes, "porque me voy a morir ahora". Eso fue lo que dijo usted a Fátima, su cuidadora fiel, antes de besar su mano y pedir perdón por todo.
Un instante después, Carolyn, su amor, toma la suya y sus miradas quedan ya enlazadas para siempre, por más que sus ojos, don Francisco, dejen de ver, apenas un minuto después, sin saberlo, los ojos de su esposa. Eso fue lo último que vio. Las manos de Carolyn, lo último que tocó. Y sus últimas palabras, más dueño de ellas que nunca, su postrera declaración de amor. El último acto de amor fundiéndose con el último acto de la vida, en un alarde de lucidez, dignidad y elegancia.
Le tengo mucha envidia, don Francisco, yo quiero morir como usted.